28 septiembre 2009

El sistema de guardias paramilitares divide a los kurdos sobre la solución al conflicto (EFE - Telecinco)

Andrés Mourenza
Bingöl
En Turquía se ha desatado un debate sobre la necesidad de desarmar al cuerpo paramilitar de los Guardias Rurales, uno de los principales escollos para encontrar una solución al conflicto kurdo ya que su existencia divide a parte de la población en las provincias orientales del país.

Actualmente, hay más de 80.000 guardias rurales, de los que 27.000 son voluntarios y el resto reciben un salario del Estado. La Gendarmería les provee de un fusil Kalashnikov y los utiliza, por su conocimiento de la región, como guías y traductores en las operaciones militares y como vigilantes de caminos. Pero, desde la masacre en mayo pasado de 44 personas de una familia durante una boda en la provincia de Mardin a manos de guardias rurales, este cuerpo de kurdos leales a Ankara instaurado en 1985 para luchar contra el grupo armado PKK ha sido fuertemente criticado.

Yasettin Kesin es uno de estos guardias rurales: en 1985, tras oír noticias sobre asaltos, matanzas y secuestros cometidos por el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), que un año antes se había alzado en armas para reclamar la independencia de los kurdos, decidió entrar en el cuerpo para defender su pueblo.En su aldea de las montañas de la provincia de Bingöl (Anatolia Oriental), la mayoría siguieron el mismo camino, no sólo por razones de seguridad sino porque, en una región castigada por el desempleo y la pobreza, un sueldo de unos 250 euros al mes no es desdeñable.

Además, en otros muchos lugares del este y el sudeste de Turquía, donde se concentra la población kurda, el ejército obligó a sus habitantes a tomar las armas contra el PKK o abandonar sus pueblos. "En esta zona nos presionaron para que aceptásemos ser guardias rurales, pero nadie quiso, a excepción de los habitantes de dos aldeas", explica Ferit Çelik, alcalde del distrito de Karliova por el partido nacionalista kurdo DTP.

Bingöl y Karliova están unidos por una carretera sinuosa entre montañas pedregosas a cuyos lados aún se observan grupos de nómadas kurdos que han cambiado las tradicionales ´yurtas´ por tiendas de campaña cedidas por organizaciones humanitarias. "Ahora la situación está más tranquila que hace años", cuenta el anciano Abdülselam, un nómada del clan Berita, que en esta época del año abandona el fresco de las alturas, donde se cobijan militantes del PKK, por el abrigo del valle.

Según un informe de la Universidad Atatürk de Erzurum, las aldeas de esta parte del país están compuestas por una sola familia y, debido a ello, sus habitantes actúan siguiendo las normas tradicionales de su familia más que por propio instinto individual. Esta estructura de clan ha sido utilizada por el Estado turco para instaurar el sistema de los guardias rurales, aprovechando las rencillas y los ajustes de cuentas pendientes entre familias. Entre los kurdos nacionalistas, los guardias son marginados por "traidores" y viven bajo la constante amenaza de muerte del PKK, lo que aumenta la espiral de rencor y venganzas.

Las organizaciones de derechos humanos denuncian que al estar protegidos por el Estado, los guardias rurales se sienten impunes a la hora de involucrarse en crímenes y luchas entre clanes. "En Bingöl, en los últimos 20 años, de 3.000 guardias rurales que tenemos, sólo 20 han sido condenados por delitos", destaca el presidente de la Asociación de Mártires de Bingöl, Ziya Sözen, de etnia zaza, un pueblo emparentado con el kurdo. Sözen denuncia que si el gobierno desarma a los guardias rurales, medio millón de personas (entre los paramilitares y sus familias) perderán su medio de subsistencia y que, si se concede una amnistía general a los militantes del PKK, éstos quedarán a merced de las revanchas de los nacionalistas kurdos.

"Nuestros hijos han dado la vida por la patria durante años y ahora (el gobierno) quiere que hagamos las paces con las familias de los terroristas y que recibamos alegremente a esos bandidos de las montañas, simplemente porque afirmen haberse arrepentido. No puedo aceptarlo", añade. "Es cierto que será muy difícil que hagan las paces", reconoce el gobernador provincial, Irfan Balkanlioglu.

Ziya Yener, un ex guardia rural retirado como ´gazi´ (veterano herido en guerra), que tiene la nariz aplastada y le faltan parte de sus dedos a causa de una explosión, asegura que "ningún guardia rural hace su trabajo por los 250 euros que le pagan, sino por la patria; no es por el dinero, sino por el honor".

20 septiembre 2009

¿De qué vive el hombre? Bienal de Arte de Estambul 2009 (EFE - El Financiero)

La undécima edición de la Bienal Internacional de Arte de Estambul abrirá sus puertas mañana con el objetivo de estimular el pensamiento crítico a través de la pregunta "¿qué es lo que mantiene viva a la humanidad?".
Este año, la Bienal presentará 141 proyectos de 70 artistas procedentes de 40 países, entre ellos la española María Ruido, con un vídeo que explora las nuevas prácticas laborales de la economía postindustrial en Barcelona. También estará el colectivo argentino 'Etcétera...', con sus sugerentes "performances" sobre lo que ellos llaman el "movimiento errorista" y la crítica al actual sistema político y económico.
Los comisarios de la muestra son los miembros del colectivo WHW (quién, qué y para quién, por sus siglas inglesas), una organización sin ánimo de lucro formada en 1999 en Zagreb e integrada por Ivet Curlin, Ana Devic, Natasa Ilic, Sabina Sabolovis y Dejan Krsic.
El lema de la bienal ha sido tomado de una canción de la obra "La Ópera de los tres centavos", escrita en 1928 por Bertold Brecht, Elisabeth Hauptmann y Kurt Weill. Y es que el célebre autor comunista alemán y sus reflexiones serán uno de los hilos conductores de la exhibición.
"La aseveración de Brecht: 'un criminal es un burgués y un burgués es un criminal', continúa siendo tan verdadera como entonces", sostiene WHW en la presentación de la Bienal. "Hoy, igual que en aquel tiempo, una de las consecuencias de la crisis económica ha sido el desplazamiento hacia la derecha del electorado (europeo). Por supuesto, nadie sabe cómo se desarrollará esta crisis endémica. Las soluciones no están predeterminadas sino que dependen de las acciones de los actores. De nuestras actividades. O de nuestras pasividades", mantienen los miembros de WHW.
De esta forma, la undécima Bienal de Estambul continúa la senda, abierta por ediciones anteriores, de convertir la mayor exposición artística de Turquía en un foro de expresión y reflexión crítica. La muestra permanecerá abierta hasta el 8 de noviembre y está patrocinada por Koç, uno de los mayores grupos empresariales de Turquía.

04 septiembre 2009

Batumi: la gran fuente de las pequeñas ilusiones (El Periódico)

Andrés Mourenza

«Mierda de Gobierno!», escupe Viktor al ver los precios de la gasolinera. Han vuelto a subir. En el ambiente flota un calor húmedo y Víktor, un taxista de 62 años, conduce su viejo automóvil a lo largo del litoral de la República Autónoma de Adjara, en el suroeste de Georgia, con la camisa abierta sobre el pecho. «En la época de los comunistas toda la costa estaba llena de pensiones, venían rusos e incluso europeos. Ahora a los rusos no les dan visados y hasta las natachas [prostitutas rusas] se fueron a Turquía al abrirse la frontera, hace ya 20 años».

Aun así, Batumi, la capital de Adjara, sigue siendo uno de los centros del escaso turismo que visita Georgia y también uno de los pocos lugares a los que los georgianos se pueden permitir viajar de vacaciones.

Hasta hace unos años, Adjara era el feudo de Aslan Abashidze, apodado el Sultán Rojo porque fue comunista cuando había que serlo, musulmán practicante tras la independencia, capitalista cuando tocaba y siempre atento a que su familia tuviese buenos puestos de mando. Pero el presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, se plantó con el Ejército en Batumi para forzar la dimisión del señor de Adjara y colocar a un discípulo suyo.

Lo primero que hizo Saakashvili tras la reconquista fue prometer que convertiría Batumi en el Mónaco del mar Negro, y se puso manos a la obra. Por todos lados surgen edificios en construcción, la mayoría inversiones de empresarios turcos. Incluso ordenó edificar una gigantesca estatua en honor a la heroína mitológica Medea que costó medio millón de euros. La escultura de la amante de Jasón fue polémica, ya que la mitad de los georgianos viven por debajo del umbral de la pobreza, pero para Saakashvili Medea bien valía esa cifra: es el símbolo del encuentro entre la cultura georgiana y Europa y el Gobierno está empeñado en demostrar su europeidad.

Aunque el mayor interés de Batumi es su centro histórico, de aire mestizo y casas de principios del siglo XX, cuando la fiebre del oro negro convirtió al puerto de Batumi en un importante nudo comercial, sus mayores atracciones son la playa y las diversiones veraniegas. Por la noche brillan los neones de las discotecas y los de pequeños locales de tragaperras o salas de póquer. A espaldas de la costa, nubes con formas caprichosas –planas como brumas vespertinas unas, esponjosas otras– se engarzan en las altas montañas de espesos bosques añadiendo al conjunto un toque casi tropical.

En el bulevar cercano al paseo marítimo, los turistas caucásicos se sientan a comer pipas ante una inmensa fuente decorada con estatuas de plástico kitsch. Los chorros de colores se elevan al cielo, acompañados de la potente música que surge de altavoces ocultos entre exóticas especies vegetales de los jardines. Ante tal derroche de agua, luz y sonido, los jóvenes georgianos, que en sus ciudades y pueblos del interior sufren los cortes de agua y las averías de las pobres instalaciones eléctricas, se maravillan. Por eso no es extraño que ellos, que no conocieron los tiempos de cierta bonanza que recuerda el taxista Viktor, hablen de Batumi como si fuera el paraíso.

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Foto: Fuente iluminada del bulevar de Batumi (Álvaro Deprit)

01 septiembre 2009

Los refugiados de Abjasia, enterrados en el olvido (El Periódico)

ANDRÉS MOURENZA
ZESTAPONI (Georgia)
A Valeris Svelidze jamás se le olvidará una fecha: el 27 de septiembre de 1993. Ese día, cuando llegaron a su pueblo las noticias de la caída de Sujumi en manos de los separatistas abjasios, decidió huir. Como otros 200.000 georgianos. Más tarde, los milicianos abjasios, acompañados de partidas de chechenos y cosacos rusos, incendiaron la casa que había sido su hogar.
El relato de Rusiko Beltadze, que parece ya una anciana de cabellos blancos a pesar de contar solo 52 años, no es muy diferente: cuando los abjasios tomaron la bella Sujumi, aquella ciudad famosa por sus playas y sus veraneantes se convirtió en un infierno para los georgianos. Solo le dio tiempo a meter un par de mudas en su bolsa y tomó el primer barco hacia un lugar seguro. Su apartamento fue ocupado por una familia armenia leal a los separatistas.
Los recuerdos de un niño
David, en cambio, tiene más dificultades para recordar. Cuando abandonó Gali en una columna de refugiados apenas tenía 11 años: «Solo recuerdo disparos, bombas, fuego. Personas muertas, muchas personas muertas y tumbadas en las calles».
Valeris, Rusiko y David son refugiados georgianos de la guerra de Abjasia (1992-1993). Oficialmente son desplazados internos (IDP, en su sigla en inglés), porque, también oficialmente, la separatista República de Abjasia sigue formando parte de Georgia. La realidad es que desde hace 16 años no han podido regresar a sus hogares y viven, languidecen, en una vieja residencia de estudiantes de la localidad de Zestaponi. En el interior del destartalado edificio, un olor avinagrado, a podredumbre y orines, emana de los tres cuartos de baño y las tres cocinas que deben compartir 23 familias.
Desde que se levantan por la mañana, esperan. Por la tarde, esperan. Por la noche, duermen y esperan. ¿Pero esperar a qué? Nada, pues nada llega. Es una vida que destroza los nervios a cualquiera. «Estamos sin trabajo, sin dinero, sin miel. Antes de la guerra reparaba electrodomésticos o hacía de albañil, ahora nadie quiere contratarme», explica Valeris. El Gobierno georgiano paga a cada desplazado nueve euros al mes. «Yo me dedico a cuidar de mis hijas, de mi nieto y de mis dos pollos», añade Rusiko.
Tina, una mujer de 73 años, se encara con el funcionario municipal. Le reprocha que el Gobierno de Mijail Saakashvili los tenga olvidados. Viste de luto riguroso. Su historia, por trágica, vence a la de todos sus vecinos: su primer hijo murió en combate y no sabe donde está enterrado; el segundo emigró a Rusia, pero falleció de un ataque cardiaco cuando Vladimir Putin expulsó a todos los georgianos; su hermana quedó atrapada en Ochamchira y jamás la volvió a ver.
«La situación de los refugiados de la guerra de Abjasia es espeluznante. Malviven en viejos e insanos edificios. Ahora se están construyendo instalaciones para alojarlos pero, tras la guerra en Osetia del Sur, no saben si serán para ellos o para los nuevos refugiados, por lo que hay mucha tensión entre ambos grupos», cuenta un miembro español de la Misión de Observadores de la Unión Europea.
Tras el conflicto de agosto del 2008, gracias a la ayuda internacional, el Gobierno de Tiflis construyó más de 5.000 viviendas para los 26.000 refugiados georgianos de Osetia. Aunque su situación no es buena y achacan a la belicosidad de Saakashvili el haber perdido sus hogares y trabajos, al menos disfrutan de viviendas con televisión, aire acondicionado, huerto y condiciones higiénicas aceptables.
Regreso imposible
«Lo único bueno de esta última guerra ha sido que, después de tantos años, se han empezado a acordar de nosotros», opina Rusiko. Sin embargo, las autoridades abjasias consideran «muy difícil» que los refugiados georgianos puedan volver a Abjasia, porque se les acusa de haber comenzado la guerra. Pero aún así, aunque sepan que es imposible, todos albergan el secreto deseo de volver algún día a sus antiguos hogares.

El joven David ha conseguido un trabajo en la construcción de los nuevos edificios para los refugiados en Zestaponi, pero no es lo que él quiere. No quiere construir otro edificio provisional para su vida de espera. Quiere construir una vida normal. «Volver a casa, conseguir un buen trabajo, casarme con una bella chica». Al decir esto, una sonrisa casi imperceptible se dibuja en su rostro.

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Foto: Valeris, Rusiko y el nieto de ésta en la residencia en la que viven como refugiados en Zestaponi, Georgia (Álvaro Deprit)

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El refugio de los uigures (El Periódico)

ANDRÉS MOURENZA ESTAMBUL

A pesar de sus 72 años, Mahmut Kashgarli conserva unos ojos vivarachos y encendidos, casi de genio de la lámpara, sobre todo mientras cuenta la historia de cómo su familia, al igual que otros muchos uigures del Turquistán Oriental, como llama a la región de Xinjiang (China), se exiliaron en Turquía.

Era el año 1937. Los independentistas uigures supervivientes de la República Islámica del Turquistán Oriental (1933-34) se batían contra los nacionalistas chinos. La señora Zeynep Kashgarli pidió a su hijo Davut que la llevase a celebrar la peregrinación ritual a La Meca, que todo musulmán debe realizar una vez en la vida. Davut preparó todo lo necesario para el viaje y se despidió de su hijo, Mahmut, que entonces tenía seis meses. Ignoraba que no volvería a ver a su familia hasta pasados 45 años.

Los Kashgarli emprendieron un largo periplo para evitar conflictos eligiendo la ruta más larga. Penetraron en la Unión Soviética a través de Kirguistán; de allá a Taskent (Kazajistán), Moscú (Rusia) y Odesa (Ucrania). En un vapor cruzaron el Mar Negro, el de Mármara y el Egeo hasta Esmirna (Turquía) y embarcaron hacia Alejandría (Egipto). Alcanzaron primero El Cairo; luego Yida (Arabia Saudí) y, por fin, apareció ante ellos la ciudad sagrada del Islam: La Meca. Pero, al llegar, se dieron cuenta de que el plazo anual de la peregrinación (Hajj) había expirado el día anterior.

¿Qué vamos a hacer, qué vamos a comer, qué vamos a beber?» Zeynep, desolada, lloraba su mala suerte, pero su hijo la convenció para permanecer en La Meca y realizar el ritual al año siguiente. Cuando se disponían a volver, supieron que los chinos habían dominado todo el Turquistán Oriental y las fronteras estaban cerradas. Nunca más regresaron a su tierra.

Mientras, Mahmut creció y estudió en Urumqi. Se licenció, se casó y comenzó a dar clases de Literatura en la Universidad de Xinjiang. «Había presión política y la gente no podía hablar libremente. Comenzaron a castigar a los profesores de la universidad. Se los llevaban y a algunos los torturaron. Estaba preocupado, porque soy una persona que no se calla las cosas», relata Mahmut Kashgarli. Así que decidió exilarse. Tras un año de espera para que las autoridades chinas le diesen un pasaporte, pudo viajar a Estambul y reunirse con su padre. Corría el año 1982.

Desde entonces, Mahmut Kashgarli ha enseñado en las universidades de Turquía uigur y otras lenguas de raíz turca y ha trabajado para la Fundación del Turquistán Oriental, que ayuda a los más de 30.000 uigures que durante el siglo XX se han exiliado en este país.

Las autoridades turcas y, especialmente los partidos islamistas y nacionalistas, se sienten obligados a acogerlos por los lazos religiosos y culturales que los unen: de aquella lejana tierra surgieron los pueblos turcos que acabarían instalándose en este rincón de Europa. Además, tras la firma de los acuerdos de la Organización de Cooperación de Shanghái, los países vecinos se comprometieron con China a deportar a todos los uigures en situación ilegal en su territorio, algo que no hace Turquía. Salvando las distancias, Turquía cumple para los uigures el papel que Nepal ha desempeñado para los tibetanos.

En el centro histórico

En una antigua madraza del siglo XVI, en pleno centro histórico de Estambul, Hamit Göktürk dirige el trabajo de una asociación uigur. «Somos una especie de consulado. Gestionamos los permisos de residencia de nuestros compatriotas, les preparamos para la universidad, les ayudamos económicamente si hace falta». El patio de este bello edificio otomano también sirve de lugar de encuentro y ceremonias, aunque cada vez menos.

Y es que el grado de integración de los uigures en Turquía es muy alto. «Es fácil porque la lengua es muy parecida», opina Mahmut. «Pero no abandonamos el sueño de vivir, algún día, en un Turquistán Oriental libre». Su mujer, Merih, profesora de biología en China y ahora ama de casa, añade: «Los chinos nos pegan y dicen que somos terroristas. Ellos son los verdaderos terroristas. Pero hemos viajado a muchos lugares y ahora sabemos cómo son los países democráticos. Ya no nos pueden engañar».