El Bósforo, bajo la lluvia de otoño (El Periódico)
ANDRÉS Mourenza
El caluroso verano estambulí da paso fugazmente al invierno, dejando un corto espacio de tiempo al otoño.
En esa estación, la ciudad muda rápidamente sus vivos colores veraniegos tornándose en la cenicienta metrópolis otoñal de la melancolía: a sus habitantes les crecen rápidamente paraguas y gorros con grandes orejeras, el cielo adquiere el mismo color gris de las piedras de las ruinas otomanas, torrentes de agua corren calle abajo por las colinas de Estambul.
En la loma de Pera, hoy Beyoglu, coronada de palacios de los siglos XVIII y XIX, Estambul se viste de burguesa urbe centroeuropea: es el tiempo de los cafés de aire démodé, donde suenan canciones francesas e italianas de los años cincuenta.
El Bósforo, el estrecho que divide Asia y Europa, es el primero en anunciar el otoño: sus aguas de azul profundo adquieren un tono gris azogado. Luego, se tornan del turquesa glacial que presagia el invierno y el Estambul frío, solitario e inesperado para los extranjeros fielmente dibujado en la película Uzak (Lejano, 2003), del director y fotógrafo Nuri Bilge Ceylan.
Dos vientos se disputan, en estas fechas, el alma cambiante de la ciudad: el poyraz y el lodos. El poyraz llega del norte, de Rusia, cargando en las maletas el crudo invierno, y es temido por los marineros por su fuerza borrascosa. Al lodos lo temen todos los estambulís. Los días de lodos se anuncian en televisión porque sus violentos vendavales provocan el cierre al tráfico marítimo del Bósforo, causando aún más atascos y combates de bocinas en los dos puentes que atraviesan el estrecho. Cuando se levanta el lodos desde el suroeste, un aire de infelicidad flota en el ambiente, humedece los ojos y provoca depresiones.
Es el mismo viento que arrastra la acción en otro filme turco: Lodos (2007) de la directora Didem Erayda, nacida en Estambul.
El cielo urbano marca con lágrimas la tierra húmeda de los cementerios salpicados por toda la ciudad. La tierra cae, en paletadas de duelo, sobre el lecho de los que se van junto a las hojas secas del otoño. Pequeñas gotas de lluvia, o de mar, salpican el rostro de las plañideras. El Bósforo, con su tráfico incesante de cargueros avanzando en silenciosa determinación como animales prehistóricos, es una presencia de fondo, un testigo inmutable y callado, de las penas de Estambul.
En aquellos barrios pobres a los que, a pesar de todo, se les ha concedido el atenuante de disfrutar de vistas sobre el Cuerno de Oro, las tardes que escampa son un suspiro para las penurias diarias.
Desde el promontorio de Tepebasi, con todas las casitas desparramándose por la colina, el Cuerno de Oro se convierte en un espejo de plata iluminado por una luz suave que se filtra entre las nubes del otoño. Graznan cuervos y gaviotas y, al fondo, entre la bruma, surgen los minaretes de las mezquitas de los grandes sultanes.
En el Bósforo, los petroleros siguen su curso, surcan la garganta --ese es su significado en turco-- de la ciudad, que es realmente una parte del alma de sus habitantes.
Llueve. Es otoño en Estambul.
1 comentario:
Una abraçada nanu, que fa mil anys que no et veig.
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