07 enero 2008

Estambul hace un siglo

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La ciudad de 1907 a ojos de Blasco Ibáñez (El Periódico, 05/01/08)

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ANDRÉS MOURENZA
Un día de septiembre de 1907, el escritor español Vicente Blasco Ibáñez puso pie en Estambul. Llegó a la estación de Sirkeci, el mítico final de la línea que recorría desde París el Orient Express, tras haber viajado por las principales capitales centroeuropeas --Ginebra, Múnich, Viena, Budapest-- en una suerte de Interrail de su época, entonces reservado a la élite. Sirkeci, junto a la desembocadura del Cuerno de Oro, apenas conserva su encanto burgués de inicios del siglo XX y tras sus muros rosas de pintura desconchada no parten ya sino trenes de cercanías a las paupérrimas barriadas que se extienden a lo largo de las murallas de la antigua Bizancio y lentísimos expresos a los Balcanes y Grecia. El viaje de Blasco Ibáñez, plasmado en su libro Oriente, ofrece interesantes reflexiones sobre la vida del Estambul de hace un siglo, pues apenas se deja llevar por el exotismo y la fantasía con que describieron la ciudad del Bósforo románticos del siglo XIX como Pierre Loti y Théophile Gautier. Blasco Ibáñez recorre una Europa prebélica, donde las intrigas corren sin cesar, para descubrir en Estambul la mezcla de culturas que conviven en los últimos estertores del Imperio otomano, donde los griegos "fingen sumisión al turco" pero confabulan para conseguir que la "antigua Bizancio sea otra vez helena"; los "armenios revoltosos" utilizan el terrorismo contra el Estado otomano; los "árabes fanáticos del Yemen" consiguen cerrar Santa Sofía a los extranjeros; croatas, albaneses y macedonios se pasean con sus distintivos trajes nacionales y los tres credos habitan un mismo lugar. "En ninguna ciudad del mundo existe la libertad religiosa que en Constantinopla", proclama el escritor español. Un siglo después, y con la transformación del Imperio en República, Estambul perdió parte de esa multiculturalidad. Pero en algunas cosas, la metrópolis turca no ha cambiado en nada: ya a inicios del siglo XX era ajetreadísimo el tráfico marino y terrestre de la urbe y eran osados los conductores turcos, los estambulís ya aguantaban con estoicismo la mala educación de los turistas europeos, e incluso los vapores que comunican las dos orillas de la ciudad partían con la misma frecuencia: 15 minutos. Y si en algo tiene razón el novelista valenciano es en adelantar debates que tendrían lugar cien años mas tarde: "La Europa occidental sueña con arrojar a los turcos al otro lado del Bósforo (). Algunos ven en esto una gran victoria histórica, un desquite de la vieja Europa, que devuelve al territorio asiático a los invasores que tanto miedo la hicieron sufrir. Error: el turco ya no es asiático". Es más, el autor de Entre naranjos advierte el parecido entre turcos y españoles: "Ir por una calle de Constantinopla es casi lo mismo que por una calle de Madrid. Cada cara recuerda un nombre (). Se cree uno en carnaval y dan ganas de decir: 'Amigo López o amigo Fernández: ¡Basta de broma! ¡Quítese el gorrito rojo (fez), que le he conocido!". Imagínense cien años después, cuando los fez han sido sustituidos por cabellos engominados o mechas rubias, gorros de lana y viseras de marcas internacionales.

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