Çanakkale es una pequeña ciudad en la desembocadura del estrecho de los Dardanelos --que comunica el mar de Mármara con el Egeo--, en la zona conocida como Asia Menor por los antiguos griegos. En las negras montañas de la península de Gallípoli, que se extiende a la otra orilla, la europea, un claro mensaje escrito en inmensas letras blancas: "¡Detente viajero! El suelo que pisas fue testigo del final de una era. ¡Escucha! En este tranquilo paraje, latió una vez el corazón de una nación". Y es que la batalla de Gallípoli (o de Çanakkale, en turco), una de las más importantes de la primera guerra mundial, marcó el nacimiento de la conciencia nacional turca.
Fue el propio Churchill, entonces ministro de la Marina, quién decidió conquistar Estambul a través de los Dardanelos, basándose en erróneos informes de quien más tarde sería conocido como Lawrence de Arabia. Desde las orillas del estrecho, primero, y luego en combates en playas y trincheras, los turcos lograron repeler al "invasor extranjero". Hoy es un rito para los ciudadanos de la República de Turquía, edificada sobre el recuerdo de esa resistencia, visitar los cementerios que cubren las colinas de Gallípoli y presentar sus respetos a los "mártires". En todos lados se recuerda que dieron su vida por la patria y la gente les reza con fervor, creando una epopeya formada por cientos de historias de gente sencilla. Como la del cabo Seyyit, quien arrastraba con sus propias manos balas de cañón de hasta 200 kilos y del que se venden miles de figurillas de escayola. Tras la guerra, Seyyit se retiró a su pueblo, para vivir ajeno a la leyenda.
Igual que los ciudadanos de Çanakkale, para quienes la vida transcurre apacible, entre las riadas de turistas, el mar y las montañas, ajenos muchas veces al peso de la historia. "Esto no es como Estambul, aquí no hay robos, ni peleas. Nadie se mete contigo por beber o por cubrirte la cabeza con el velo musulmán", explica Irfán, un marinero del transbordador entre Çanakkale y la orilla europea, a quien llaman capitán porque posee una barca propia.
Su amigo Umit tampoco quiere oír hablar del bullicio estambulí. "Hace un mes tuve que ir y me volví loco. Aquí, cuando tengo un mal día, vengo al puerto con mi mujer a ver atardecer y se me pasa todo el cansancio".
El sol comienza a caer sobre los Dardanelos. En la orilla asiática las encinas alargan su sombra sobre los campos de cereal y los restos de los guerreros milenarios de Troya. Como una inmensa bola roja, el sol va desapareciendo entre las crestas de la península de Gallípoli, cubierta de bosques, de matojos de tomillo y aulaga y de la sangre derramada por los 500.000 soldados caídos en el campo de batalla. El estrecho se tiñe de tonos violáceos. El mar de los Dardanelos, profundo, sabio y oscuro, aguarda paciente la noche. Umit, sorbiendo su té en el café del puerto, le dice al capitán Irfán: "Hermano, saca la barca y vamos a pescar".
Fotos: (1) Ciudadanos turcos rezan a los soldados caídos en la Batalla de los Dardanelos en uno de los cementerios turcos. (2) Un servidor y un colega reconstuyendo una épica batalla de la Primera Guerra Mundial sobre los restos de un búnker de la época y con piñas de la región a modo de granadas. (3) Una tumba de uno de los cementerios australianos.
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