"Nos hicimos a un lado. Una horda de salvajes medio desnudos, con la cabeza descubierta y el pecho peludo, chorreando sudor, viejos y jóvenes, negros, enanos y gigantes, hirsutos o con la cabeza rapada, con aspecto de asesinos o de ladrones". Así describía el escritor decimonónico italiano Edmondo de Amicis a los tulumbaci, los bomberos voluntarios del Estambul otomano. No hay viajero europeo del siglo XIX que no haya descrito a estos forzudos pendencieros que cada vez que surgía un incendio --a veces provocado por ellos mismos-- se lanzaban hacia él en grupo, luchando con las brigadas rivales por llegar al fuego en primer lugar.
Turquía se ha desarrollado. No quedan tulumbaci ni domadores de osos, no hay luchadores ni saltimbanquis. Pero eso no quiere decir que hayan desaparecido los oficios errantes. Como la materia de Lavoisier, solo se han transformado.
Ya se ha dicho que Estambul no es tanto una ciudad como una sucesión de pueblos, una mezcla informe de espacios rurales y urbanos, miseria y lujo, modernidad y tradición. Y de soluciones ingeniosas.
Quien llega a Estambul temiendo que al amanecer le despierte la llamada a la oración, es que no conoce el funcionamiento de la ciudad. ¡Lo que de verdad debería amedrentarle son los gritos del simitçi! Estos vendedores de roscas de sésamo recorren los barrios pregonando a voz en cuello su producto desde primera hora de la mañana. Y se entiende que griten: su voz debe penetrar puertas y ventanas, muros y paredes, para que los vecinos sepan de su llegada y lancen sus cestillos desde los pisos más altos. Después, el simitçi desaparece, calle abajo, con la inmensa bandeja de simit equilibrada sobre su cabeza entonando con voz potente: "¡Simit recién hechooooooo!".
Pero además de los comerciantes de toda clase de mercancías ambulantes, de los traperos, de los vendedores de mejillones rellenos, de los hombres que empujan incansablemente su carrito de arroz con pollo y garbanzos, de los castañeros que en verano transforman sus puestos móviles en calderos de maíz hervido, de los lustrabotas, existen todavía oficios errantes que siguen despertando la curiosidad.
Prácticamente la mitad de la economía turca se desarrolla de forma sumergida. Así, algunos estambulís tienen que inventar nuevas formas de vida. Como la de sacar la báscula de casa y ofrecer un control de peso a los transeúntes a cambio de una propina. O recorrer las calles con una máquina plastificadora móvil.
Uno de los oficios más pintorescos que existen en el Estambul actual es el de rellenador de instancias, un resultado necesario de la burocracia turca y la gran porción de emigrantes rurales en Estambul, que en muchos casos no han cursado sino la educación básica. El rellenador de instancias se establece frente a un edificio de la Administración, coloca una caja de cartón en el suelo y sobre ella la máquina de escribir. Los clientes llegan con su petición y su carnet de identidad. Un grupo de hombres y mujeres, con la cabeza tapada o descubierta, viejos y jóvenes, altos y bajos se hacen a un lado en fila. Esperan su turno.
06 agosto 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Que grande!
Es como si todavia los pudiese ver ahora! incluso los rellenadores de instancias delante de la estacion de policia de Aksaray!
Saludos!
Publicar un comentario