La tarde del jueves 20 de noviembre, un aire templado y triste comenzó a empujar la hojarasca desperdigada en la calle mal iluminada levantando pequeños remolinos de polvo. Desde las ventanas se filtraba la luz blanquecina de los televisores y la calle, una cualquiera de Estambul, quedó vacía y silenciosa en una calma tensa que nada bueno presagiaba.
El viento, el temible lodos del suroeste, se tornó poco a poco en un ulular violento que hacía crujir los marcos de las ventanas y sacudía los tejados con golpes de variados objetos voladores: ramas, tejas, metales, maderos. Los estambulís, que conocen los estragos de este viento llegado desde la garganta meridional del mar de Mármara, el mismo lugar por el que intentaron penetrar los invasores en 1914, se refugian en sus casas cada vez que la radio, la televisión o los mensajes telefónicos anuncian la inminencia del lodos, porque los ojos se les ponen tristes y les saltan las lágrimas, se fatigan, se ahogan, se deprimen. Cualquiera podría argüir que son los efectos lógicos de un viento que sopla hasta a 100 kilómetros por hora, que tiene un índice bajo de humedad, aunque siempre precede a las lluvias, y que eleva la temperatura inexplicablemente en medio del veloz descenso hacia el invierno. Pero eso son solo datos científicos, la verdad es que se trata de un aire cargado de aflicciones. Y de pesarosa destrucción.
El viernes, el lodos se convirtió en un verdadero ciclón y el cielo cambiaba de vestido, ora de nubes, ora de sol, tantas veces como en esas imágenes a cámara rápida con que los documentales muestran el paso del tiempo. Ocho viernes antes, la primera galerna del otoño, otra fechoría del lodos, había dejado un reguero de macetas rotas en las aceras desangrándose de tierra. El viento se llevó también por delante el minarete de la mezquita de Kustepe, en el distrito de Sisli, que cayó sobre el tejado de uralita del pobre restaurante de Erdogan Simsit matando a uno de los comensales.
La más reciente tempestad de lodos duró dos días, impidiendo a los transbordadores comunicar las dos orillas de Estambul pese a que, a simple vista, el estrecho del Bósforo apenas sufría una ligera marejadilla. Pero los responsables de la compañía de Autobuses Marinos de Estambul, propietaria de los ferris, sabían lo que hacían. La noche del viernes al sábado, un golpe de viento y mar dañó uno de los tanques flotantes del embarcadero de Karaköy, una estructura de 1.200 metros cuadrados y dos pisos desde la que se toman los barcos hacia la orilla asiática. Por la mañana, ese leviatán flotante se había hundido en la desembocadura del Cuerno de Oro con su salón de pasajeros, sus oficinas, su quiosco, su café y 12.500 euros en las cajas registradoras.
Al día siguiente, Estambul amaneció soleada con el aire helado y brillante de los primeros compases del invierno, pues había comenzado a soplar del norte. Cientos de curiosos se agolpaban en fila en el puerto de Karaköy para contemplar la única esquina de la barriga de la mole hundida que sobresalía del agua y hacer fotos con el teléfono móvil del vacío inmenso que había dejado en el Cuerno de Oro.
Aquí el vídeo de la noticia en NTV
1 comentario:
Andrés siento un gusto al leer tu narración descriptiva de ese acontecimieinto climático , siento cada detalle como si lo estuviera viendo, raya en la perfección de lo que dice, me imagino todo el lodo, el viento fuerte , la humedad, desdoblo en imagen aquellos Euros enterrados en la profundidad del agua..Me encanto además de lo literario la relación de tu noticia, Saludos Nersa
Publicar un comentario