14 septiembre 2010

Los buscadores de tesoros del oriente turco (El Periódico)

Kenan es un hombre de rostro curtido por el pedregal en el que se mueve. De mostacho abundante y barba cerrada. Cada día parte de su hogar a las cinco de la mañana con sus vacas y las del resto de la aldea y las lleva a pastar al sur de la provincia hasta que cae el sol, hacia las seis de la tarde. Le acompañan su hermano y uno de sus ocho hijos a lomos de un burro. Durante el día se alimentan de una hogaza de pan, el queso típico de Kars -seco, muy salado y trenzado en hilos- e innumerables tazas de té que preparan en la tetera que hierve sobre hogueras hechas con matojos de tomillo. En casa son 30 bocas que alimentar.
Por su rudeza de pastor kurdo, extraña el candor con el que extrae de su basta chaqueta un papel doblado y envejecido, pero protegido en un pañuelo de tela. Es el mapa de un tesoro. Lo encontró bajo una piedra con inscripciones en armenio y cree que le conducirá a una fabulosa reserva de oro. «Aún no hemos encontrado nada», se lamenta con pesar. Por eso no quiere que nadie le fotografíe con su preciado mapa.
Existe la leyenda de que los armenios, al huir perseguidos por el Ejército otomano entre 1915 y 1920, enterraron sus alhajas y fortunas en diversos escondites, por lo que en toda Turquía hay buscadores de tesoros que tratan de hallarlos.
Kars, la ciudad que inmortalizó el premio Nobel Orhan Pamuk en su novela Nieve, es una población que aún conserva el sabor ruso de la época en que estaba bajo dominio zarista y armenio (1878-1920). Ramazan maneja el volante por sus avenidas llenas de baches explicando cada monumento de la ciudad. Señala la antigua escuela, un almenado edificio decimonónico de piedra cenicienta, donde él estudió: «Allí se encontró oro hace muchos años. Aún ahora, muchos destrozan su casa tratando de encontrar las alhajas que dejaron los rusos y los armenios en los falsos techos, entre las paredes y bajo el pavimento».
Lo mismo ocurre en el resto de la provincia. Alguien se ha divertido haciendo pruebas de tiro con el cartel que señala el camino al pueblo de Karabag, 3 kilómetros. Es una aldea de casas bajas cuyos jardines están demarcados con cualquier trozo de metal. Los niños chapotean en pelotas en el río e intentan pescar con sus manitas desnudas algún pececillo con el que matar el gusano del hambre. El pequeño Özgür, también kurdo, explica a los visitantes que en las catacumbas de la semiderruida iglesia, situada a siete kilómetros del pueblo sobre la infranqueable frontera con la República de Armenia, alguien encontró el oro de los armenios y fue capaz de ponerlo a buen recaudo en otro escondite antes de que las autoridades fuesen alertadas: «El Estado no nos deja buscar en más sitios».
Nadie quiere que se le convenza de lo contrario, de que quizá los rumores sobre el oro armenio no son sino exageraciones. En una provincia castigada por el frío y el desempleo, la esperanza de salir de la miseria con un golpe de suerte es un derecho de todos. Son, al fin y al cabo, leyendas de pobres.
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Fotografía: Álvaro Deprit

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