Los ríos -como las cordilleras-son lugares habituales para marcar fronteras: por aquí pasa el río, por aquí trazamos la línea de división. En Turquía, su frontera nororiental la dibujan los ríos Arpaçay y Aras y permanece bloqueada desde hace décadas. Un residuo del telón de acero. Aún más, un doloroso recuerdo de un siglo de matanzas y odios. Al otro lado de sus aguas plateadas, se extiende Armenia.
«Es como en un edificio. Nosotros vivimos aquí y ellos allí. Un muro nos separa. Ni ellos nos hacen daño, ni nosotros a ellos», explica Gökmen, un joven maestro de la aldea turca de Halikislak. Al otro lado, en el pueblo armenio de Bagaran, Zanazan Harutyunyan, subido a un tejado, ofrece una explicación similar: «Hay una valla, luego el río, luego otra valla, y al otro lado, Turquía».
«Ese era nuestro pueblo -prosigue el funcionario armenio- hasta que los turcos nos echaron». El recuerdo del genocidio armenio en 1915 y las tierras perdidas sigue vivo. Son historias que, transmitidas de generación en generación, ayudan a recordar las afrentas pasadas como si fuera ayer. «¿Cómo podemos siquiera plantearnos que se abra la frontera sin que los turcos reconozcan el genocidio?», añade Levon Narcisian para matizar: «Quiero visitar esa tierra pero no como turista, sino como propietario de lo que es mío».
Lo mismo ocurre en la orilla turca del río. Los aldeanos de Halikislak son azerís cuyos antepasados proceden del Nagorno-Karabaj, una tierra actualmente ocupada por soldados armenios. «Solo debemos abrir la frontera si los armenios se retiran de Karabaj. Ellos invadieron el pueblo de mi abuelo», ataca Kiyas Karadag, alcalde de Halikislak.
Pero los ríos son agua, vida por tanto, y el mismo agua que separa las dos villas les obliga a cooperar. Una vez al mes un ingenio mecánico de la época soviética se pone en marcha y un representante de cada lado, acompañado por oficiales militares, cruza el río hacia el otro país.
«Comparamos los niveles de agua consumida y acordamos las cuotas», relata el ingeniero armenio Hovik Gevorgian: «El ambiente es correcto. Después de las decisiones bebemos algo y hablamos de la familia. Conversamos en ruso y en turco. Pero no podemos pronunciar una sola palabra sobre política». «Es así desde hace años. Nada ha cambiado desde tiempos de la URSS», dice Harutyunyan.
El desconocimiento entre ellos es tan absoluto como la seguridad que tienen de que el vecino es mucho más pobre y peor que ellos. Las dos partes ignoran todo del otro principalmente porque llaman a cada población, a cada promontorio y a cada accidente del terreno de ambos lados de la frontera con los nombres de su propia lengua sin dar pie a que el otro tenga palabras sobre ello. De este modo conforman dos mundos diferentes que se superponen entre sí como si habitasen dimensiones excluyentes en el espacio-tiempo.
Garen, Isjan y Manuk, tres jóvenes de Bagaran, bajan al río cada verano y en ocasiones coinciden con los jóvenes turcos. A veces incluso comparten comida y bebida. Conocen sus caras pero no sus nombres, ya que no hay comunicación. «No es posible conocer a alguien del otro lado», constata el turco Gökmen.
Ese «otro lado» suena, entre las hojas de los frutales doradas por el sol de media tarde, a algo remoto, casi a un término de las novelas de ciencia-ficción. Pero las torretas de vigilancia, los militares turcos y armenios, los soldados del Ejército ruso que también patrullan la frontera, los prohibido el paso son completamente reales.
La frontera queda tan cerca que parece posible asir Armenia con la mano. Pero está prohibido. Solo las aves, ajenas a la política internacional, pueden volar libremente y cruzar los límites proscritos sobre el río. A veces una vaca o una oveja despistadas también acaban en territorio del enemigo. Entonces, cuenta el granjero Dogan, se movilizan las autoridades y los soldados de ambos lados para devolver el ganado a su país original: «Ya se sabe, son animales, no tienen conocimiento». Al escuchar estas palabras, uno se pregunta quién tiene mayor uso de razón, si la bestia o el ser humano.
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