Andrés Mourenza
«Mierda de Gobierno!», escupe Viktor al ver los precios de la gasolinera. Han vuelto a subir. En el ambiente flota un calor húmedo y Víktor, un taxista de 62 años, conduce su viejo automóvil a lo largo del litoral de la República Autónoma de Adjara, en el suroeste de Georgia, con la camisa abierta sobre el pecho. «En la época de los comunistas toda la costa estaba llena de pensiones, venían rusos e incluso europeos. Ahora a los rusos no les dan visados y hasta las natachas [prostitutas rusas] se fueron a Turquía al abrirse la frontera, hace ya 20 años».
Aun así, Batumi, la capital de Adjara, sigue siendo uno de los centros del escaso turismo que visita Georgia y también uno de los pocos lugares a los que los georgianos se pueden permitir viajar de vacaciones.
Hasta hace unos años, Adjara era el feudo de Aslan Abashidze, apodado el Sultán Rojo porque fue comunista cuando había que serlo, musulmán practicante tras la independencia, capitalista cuando tocaba y siempre atento a que su familia tuviese buenos puestos de mando. Pero el presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, se plantó con el Ejército en Batumi para forzar la dimisión del señor de Adjara y colocar a un discípulo suyo.
Lo primero que hizo Saakashvili tras la reconquista fue prometer que convertiría Batumi en el Mónaco del mar Negro, y se puso manos a la obra. Por todos lados surgen edificios en construcción, la mayoría inversiones de empresarios turcos. Incluso ordenó edificar una gigantesca estatua en honor a la heroína mitológica Medea que costó medio millón de euros. La escultura de la amante de Jasón fue polémica, ya que la mitad de los georgianos viven por debajo del umbral de la pobreza, pero para Saakashvili Medea bien valía esa cifra: es el símbolo del encuentro entre la cultura georgiana y Europa y el Gobierno está empeñado en demostrar su europeidad.
Aunque el mayor interés de Batumi es su centro histórico, de aire mestizo y casas de principios del siglo XX, cuando la fiebre del oro negro convirtió al puerto de Batumi en un importante nudo comercial, sus mayores atracciones son la playa y las diversiones veraniegas. Por la noche brillan los neones de las discotecas y los de pequeños locales de tragaperras o salas de póquer. A espaldas de la costa, nubes con formas caprichosas –planas como brumas vespertinas unas, esponjosas otras– se engarzan en las altas montañas de espesos bosques añadiendo al conjunto un toque casi tropical.
En el bulevar cercano al paseo marítimo, los turistas caucásicos se sientan a comer pipas ante una inmensa fuente decorada con estatuas de plástico kitsch. Los chorros de colores se elevan al cielo, acompañados de la potente música que surge de altavoces ocultos entre exóticas especies vegetales de los jardines. Ante tal derroche de agua, luz y sonido, los jóvenes georgianos, que en sus ciudades y pueblos del interior sufren los cortes de agua y las averías de las pobres instalaciones eléctricas, se maravillan. Por eso no es extraño que ellos, que no conocieron los tiempos de cierta bonanza que recuerda el taxista Viktor, hablen de Batumi como si fuera el paraíso.
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Foto: Fuente iluminada del bulevar de Batumi (Álvaro Deprit)
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