01 septiembre 2009

Los refugiados de Abjasia, enterrados en el olvido (El Periódico)

ANDRÉS MOURENZA
ZESTAPONI (Georgia)
A Valeris Svelidze jamás se le olvidará una fecha: el 27 de septiembre de 1993. Ese día, cuando llegaron a su pueblo las noticias de la caída de Sujumi en manos de los separatistas abjasios, decidió huir. Como otros 200.000 georgianos. Más tarde, los milicianos abjasios, acompañados de partidas de chechenos y cosacos rusos, incendiaron la casa que había sido su hogar.
El relato de Rusiko Beltadze, que parece ya una anciana de cabellos blancos a pesar de contar solo 52 años, no es muy diferente: cuando los abjasios tomaron la bella Sujumi, aquella ciudad famosa por sus playas y sus veraneantes se convirtió en un infierno para los georgianos. Solo le dio tiempo a meter un par de mudas en su bolsa y tomó el primer barco hacia un lugar seguro. Su apartamento fue ocupado por una familia armenia leal a los separatistas.
Los recuerdos de un niño
David, en cambio, tiene más dificultades para recordar. Cuando abandonó Gali en una columna de refugiados apenas tenía 11 años: «Solo recuerdo disparos, bombas, fuego. Personas muertas, muchas personas muertas y tumbadas en las calles».
Valeris, Rusiko y David son refugiados georgianos de la guerra de Abjasia (1992-1993). Oficialmente son desplazados internos (IDP, en su sigla en inglés), porque, también oficialmente, la separatista República de Abjasia sigue formando parte de Georgia. La realidad es que desde hace 16 años no han podido regresar a sus hogares y viven, languidecen, en una vieja residencia de estudiantes de la localidad de Zestaponi. En el interior del destartalado edificio, un olor avinagrado, a podredumbre y orines, emana de los tres cuartos de baño y las tres cocinas que deben compartir 23 familias.
Desde que se levantan por la mañana, esperan. Por la tarde, esperan. Por la noche, duermen y esperan. ¿Pero esperar a qué? Nada, pues nada llega. Es una vida que destroza los nervios a cualquiera. «Estamos sin trabajo, sin dinero, sin miel. Antes de la guerra reparaba electrodomésticos o hacía de albañil, ahora nadie quiere contratarme», explica Valeris. El Gobierno georgiano paga a cada desplazado nueve euros al mes. «Yo me dedico a cuidar de mis hijas, de mi nieto y de mis dos pollos», añade Rusiko.
Tina, una mujer de 73 años, se encara con el funcionario municipal. Le reprocha que el Gobierno de Mijail Saakashvili los tenga olvidados. Viste de luto riguroso. Su historia, por trágica, vence a la de todos sus vecinos: su primer hijo murió en combate y no sabe donde está enterrado; el segundo emigró a Rusia, pero falleció de un ataque cardiaco cuando Vladimir Putin expulsó a todos los georgianos; su hermana quedó atrapada en Ochamchira y jamás la volvió a ver.
«La situación de los refugiados de la guerra de Abjasia es espeluznante. Malviven en viejos e insanos edificios. Ahora se están construyendo instalaciones para alojarlos pero, tras la guerra en Osetia del Sur, no saben si serán para ellos o para los nuevos refugiados, por lo que hay mucha tensión entre ambos grupos», cuenta un miembro español de la Misión de Observadores de la Unión Europea.
Tras el conflicto de agosto del 2008, gracias a la ayuda internacional, el Gobierno de Tiflis construyó más de 5.000 viviendas para los 26.000 refugiados georgianos de Osetia. Aunque su situación no es buena y achacan a la belicosidad de Saakashvili el haber perdido sus hogares y trabajos, al menos disfrutan de viviendas con televisión, aire acondicionado, huerto y condiciones higiénicas aceptables.
Regreso imposible
«Lo único bueno de esta última guerra ha sido que, después de tantos años, se han empezado a acordar de nosotros», opina Rusiko. Sin embargo, las autoridades abjasias consideran «muy difícil» que los refugiados georgianos puedan volver a Abjasia, porque se les acusa de haber comenzado la guerra. Pero aún así, aunque sepan que es imposible, todos albergan el secreto deseo de volver algún día a sus antiguos hogares.

El joven David ha conseguido un trabajo en la construcción de los nuevos edificios para los refugiados en Zestaponi, pero no es lo que él quiere. No quiere construir otro edificio provisional para su vida de espera. Quiere construir una vida normal. «Volver a casa, conseguir un buen trabajo, casarme con una bella chica». Al decir esto, una sonrisa casi imperceptible se dibuja en su rostro.

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Foto: Valeris, Rusiko y el nieto de ésta en la residencia en la que viven como refugiados en Zestaponi, Georgia (Álvaro Deprit)

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2 comentarios:

O acouguiño do tío Troncho dijo...

Coma sempre un sin sentido que padecen só as xentes da rúa, e por certo, que hai da noticia de que Turquía e Armenia comezan relacións diplomáticas, hai esperanza de que ao fin algo empece a solucionarse?

Andrés Mourenza dijo...

Hola acouguiño, pues sí hay esperanza. Probablemente el tema (apertura de fronteras, restablecimiento de relaciones diplomáticas) pueda estar solucionado a principios del próximo año. Ahora ambos países están trabajando -con la mediación de Suiza- en los protocolos respecto a estos temas y los primeros resultados serán presentados a mediados de octubre, más o menos al mismo tiempo que el presidente armenio visitará Turquía.
Ahora crucemos los dedos para que no venga alguien y lo joda ;)

Un saludo