Un funcionario turco entrega a otro una novela de Orhan Pamuk. El segundo le recrimina que está publicada en catalán y, así, no la puede regalar a la ministra de Cultura de España, que en esos momentos inaugura la Feria del Libro de Estambul. «No se preocupe -responde el primero-, para ellos no es un problema». Quiere decir que los españoles no tenemos conflictos con las otras lenguas del país, al menos no tantos como en Turquía.
Pero la Feria del Libro que se celebra hasta este domingo en Estambul es una babel de 65.000 metros cuadrados. En el autobús -por casualidad me he colado en uno que transporta a poetas- los vates leen sus versos en serbio, turco, inglés, rumano, georgiano. El camino hasta la feria es largo: se encuentra a las afueras de Estambul y eso ya es decir mucho en una ciudad que se extiende a lo largo de 100 kilómetros. Recorremos la cara escondida de Estambul, los condominios esparcidos sobre colinas sin urbanizar, el aire empañado por un ligero polvo otoñal y la contaminación de los polígonos industriales. La poesía hace leve el camino.
La feria del libro es un hervidero de gente. Más de 40.000 personas recorren cada día el medio millar largo de puestos de las editoriales, periódicos, revistas de cómic e instituciones culturales. Y la mayoría son jóvenes, que acuden por voluntad propia o en excursiones escolares, un hecho que fascina a los escritores extranjeros. De hecho, yo también quedé sorprendido cuando una amiga me relató que en su instituto, situado en un barrio obrero de Estambul, los escolares se intercambiaban libros de poesía y no politonos del teléfono móvil, como cabría esperarse de su edad.
En Turquía, si un vendedor ve a alguien con un libro bajo el brazo lo trata de hocam (maestro), lo que demuestra que, a pesar de que se lea poco -5 libros por persona de media al año, aunque diariamente se venden 4 millones y medio de periódicos-, existe un respeto hacia la letra escrita y el lector. En Estambul aún quedan librerías para todos los gustos, desde las modernas y bien surtidas de la avenida Istiklal hasta las tiendas de viejo -regentadas por auténticos bibliófilos que conocen en qué polvoriento estante habita cada uno de los tomos de su abultada mercancía- o el bazar de los libros antiguos de Beyazit, donde bajo un inmenso plátano los vendedores ofrecen desde hace siglos lo mismo coranes con bellas miniaturas que libros de texto para los estudiantes.
El amor por los libros queda ejemplificado en la historia de la Librería de los Mares (Denizler Kitabevi), una de las más bellas de la ciudad y donde se podían encontrar desde modernos volúmenes de historia a planos utilizados por los soldados imperiales en la primera guerra mundial. Hace unos años fue sustituida por un puesto de venta de frutos secos y cerveza porque, como dijo un periodista, «los garbanzos tostados dan más dinero». Pero el nuevo negocio fracasó y volvió la librería, para mayor alegría de los estambulís.
Aquí a nadie se le ocurriría presumir, como sí hizo en cierta ocasión un cantante español, de no haber leído un libro en su vida.
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