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Racionalismo en el centro de Anatolia (El Periódico 17/03/08)
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¿Qué es lo mejor de Ankara?" preguntaron los periodistas al poeta y escritor Yakup Kadri cuando fue elegido senador en la capital turca durante los años 50. "Lo mejor de Ankara es el camino de vuelta a Estambul", respondió como buen estambulí. A los habitantes de la ciudad del Bósforo, con 12 millones de almas, Ankara, con tan solo cuatro millones, les resulta una urbe previsible y aburrida. En cambio, los angorenses, cuando viajan a Estambul, sufren pensando en que serán robados a punta de cuchillo o pistola en una ciudad que consideran peor que la Sodoma bíblica.
Al despertarse en el autobús hacia Ankara, soñoliento, uno comienza a ver grupos de edificios de 10 ó 15 pisos, todos iguales, en tonos pastel, que despuntan sobre las colinas nevadas. Urbanizaciones que, como hongos, se van haciendo cada vez más numerosas.
En 1920, cuando, en plena guerra de la independencia, Mustafá Kemal Atatürk y sus seguidores establecieron la Asamblea Nacional en Ankara, ésta era apenas un villorrio de provincias en medio de la estepa anatolia, nada más que algunas casas esparcidas en torno al ruinoso castillo medieval, dentro del que aún habitan humildes angorenses en chabolas. Pero ya entonces, el fundador de la Turquía moderna albergaba el sueño de convertirla en la capital del nuevo Estado, fundado en 1923 bajo el influjo del positivismo racionalista. De Ankara había de salir el nuevo hombre kemalista, que no era tan diferente del que proponía la vecina Unión Soviética.
Las calles debían ser ordenadas y los bulevares amplios, en oposición al abigarramiento de la antigua capital de los sultanes, Estambul. Los edificios, con un aire del constructivismo francés y soviético, debían representar el futuro, ante los decadentes palacetes estambulís. La cultura, occidental por supuesto, era indispensable. Hoy, en Ankara, hay 10 universidades, tres óperas, 10 teatros estatales y otros tantos privados, y cuatro salas de conciertos públicas, donde actúan las cinco orquestas de música clásica de la ciudad. "Es muy raro; en Europa a ningún joven le entusiasma la ópera", dice Burak, un angorense de 25 años.
Los niños de Ankara son aplicados: apenas se les oye gritar o empujarse entre sí, sino que fijan la vista en sus ejercicios de matemáticas mientras se desplazan en el metro. Un metro en el que, por cierto, los tablones publicitarios carecen de anunciantes y tan solo los cubre un reclamo corporativo en el que la imagen de un gran ojo misterioso pregona: "Miles de miradas se posan aquí cada día. Ponga su anuncio". Lo que añade al apagado suburbano un aire aún más tedioso.
Pero, al girar algunas calles y alejarse de los grandes edificios de los ministerios y los partidos, acecha la Anatolia profunda. Las chabolas de los inmigrantes rurales, llegados a la capital a partir de los años 50, se descuelgan por las colinas que rodean la ciudad. Junto a los edificios ordenados del kemalismo, los barrios pobres de Ankara parecen aún más tristes que los de Estambul, como si hubieran llegado tarde al sueño del racionalismo.
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