- Vista del puerto de Büyükada.
A pesar de que Estambul está rodeado de mar es muy difícil encontrar una playa donde hacer más llevadero el caluroso tedio de agosto. Los más atrevidos se lanzan al mar desde la rocosa Punta del Serrallo, en la desembocadura del Cuerno de Oro, pero hay que nadar con el ojo puesto en la costa para que no se le lleven a uno los pantalones. Aparte de eso, solo hay un par de playas en la costa norte de Estambul: Kilyos y Sile. Por eso, la mayoría de los estambulís a los que no les queda tiempo ni dinero para pasar sus vacaciones en las arenosas playas del sur de Turquía, eligen las Islas de los Príncipes, el pequeño archipiélago situado al sur de Estambul al que los turcos llaman simplemente Las Islas. Un domingo cualquiera. Agosto. Cientos de personas se agolpan desde primeras horas de la mañana en el muelle de Kabatas o en el de Eminönü. "¡Bañadores! ¡Gafas de sol!", gritan los mercaderes ambulantes. La gente, sorteando vendedores de gorras, flotadores y roscas de pan, se esfuerza en pasar cuanto antes los tornos del embarcadero para alcanzar sitio en el transbordador. Las Islas, junto a Estambul, fueron los únicos lugares que se libraron del oprobioso intercambio de población entre Grecia y Turquía de 1923 por lo que aún es posible escuchar griego entre sus colinas y culminar un buen banquete de pescado a la plancha con una copita de Metaxa. En casi todas las islas quedan iglesias, ermitas y monasterios cristianos en uso y sobre la loma de la isla Heybeli se eleva lo que hasta su cierre en 1971 era la mayor escuela teológica de los ortodoxos griegos. Pero, ¿a quién le importa eso en un agobiante domingo veraniego? El muelle de Büyükada, la mayor de las islas, es un enjambre de embarcaciones. Los capitanes se gritan. Algunas embarcaciones llegan tan repletas de domingueros desde el Estambul continental que recuerdan a los buques de refugiados albaneses de la película Lamerica. Afortunadamente, las carreteras isleñas están cerradas a los automóviles y todos los desplazamientos --entre bellas casas de madera propiedad de la elite de Estambul-- se deben hacer a pie, en bicicleta o en calesa. El objetivo es encontrar una hamaca libre en las varias playas privadas (sin arena) que hacen el agosto en este mes de estío. Las hay de todos los tipos: de las más o menos tranquilas a las más macarras. Un espontáneo comienza a golpear la darbuka y un par de chicas de afortunado físico menean el trasero acompañadas de un joven, cerveza en mano, coreando canciones populares: "Te buscaré, te buscaré, en todos los lugares te buscaré. Preguntaré: ¿dónde está mi amado en las noches solitarias?" Se extiende el olor de la carne: köfte (albóndigas a la parrilla), patatas fritas y cerveza, menú típico de los chiringuitos turcos. Otros, que han gastado parte de su paga en la entrada de la playa, extraen un fuerte queso blanco de sus bolsas y varias barras de pan, el alimento básico de la clase obrera. Estambul, con sus edificios, sus atascos y su contaminación queda allá lejos, como un recuerdo. Apenas un centímetro libre junto al mar. Huele a comida y atruena la música. Es domingo.
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