21 abril 2009

Un mar que no huele (El Periódico 19/04/09)

Andrés Mourenza
"¿Hay algún sonido más desagradable en el mundo que el graznido de las gaviotas?", pregunta Mahmut, intentando entablar conversación. Es de Ankara. Creo que no comprende el mar. En su defensa hay que decir que el de Estambul es un mar difícil de entender. Es complejo, reservado, enigmático. No huele.
Estambul huele a muchas cosas. Para las narices sensibles es un paraíso o, según como se mire, un verdadero infierno. Huele a humedad frondosa en los bosques de las zonas poco habitadas del norte de la ciudad; a sofrito de cebolla agria y triste en los barrios pobres; a la grasa del cordero derritiéndose sobre las brasas de los puestos de comida en los mercados y bazares; al tabaco denso en los bares durante los partidos de fútbol; al humo penetrante y empalagoso de los cigarrillos aromatizados de vainilla o chocolate en algunos cafés de Beyoglu; al ácido, y ligeramente especiado, tufo de la humanidad sudorosa en los autobuses atestados cada tarde; al humo de las estufas de carbón mezclado entre la bruma en los días de niebla, que hace la respiración asmática y agobiante; al vetusto olor de las casonas de madera que absorben la lluvia como esponjas y crujen con sonidos artríticos; cuando llega el calor, a la podredumbre dulzona de los contenedores abandonados al sol y a su suerte. Pero no, no huele a mar.
Y eso a pesar de que Estambul está rodeada de mares. Su mismo centro está cortado por el Bósforo, quizás el más famoso de los estrechos marinos, que, visto desde el satélite, vomita sus sedimentos claros en las oscuras aguas del Mar Negro, el Ponto Euxinos de los griegos, y en las añiles del Mar de Mármara, la antigua Propóntide. A la desembocadura sur del Bósforo se unen las aguas plateadas del estuario conocido por el altisonante nombre del Cuerno de Oro, que tampoco aporta olor, sino suciedad. Hay quien dice que, si limpiasen las costas, recuperarían su esencia marina, pero hasta en esto el mar de Estambul es incoherente. Millones de medusas que pueblan el piélago, junto a latas, plásticos, papeles y vertidos de los petroleros, atestiguan la contaminación acuática; la presencia de delfines parece contradecirla. Deben ser cosas de la corriente.
La polución, a la que se han acostumbrado los estambulís --no apesta ya para los que vivimos aquí--, tapona las narices e impide prosperar a los perfumes y a los hedores; ha engrisecido los aromas.
Por eso, cuando el mar esta en calma, habitualmente porque los guardacostas han cerrado el Bósforo al tráfico de los buques mercantes por miedo a que se produzca un atentado durante la visita de algún mandatario extranjero, o cuando la humedad es la adecuada, este apéndice del Mediterráneo suelta una leve vaharada de olor marino y fresco, ese ligero hedor a algas y salitre que para la gente que ha nacido a la orilla del mar y se ve obligada a vivir tierra adentro es tan delicioso como la mejor fragancia. Es un soplo de vida. Como si ese ser desconcertante y viejo que es el mar, los mares, de Estambul nos quisiese recordar que sigue ahí, entre nosotros.

3 comentarios:

dudo dijo...

Hoy me has hecho viajar, Andrés.
Estilo sugerente, y a la vez, nada vago.
Impresionante.
Sigue así!!

adriahna dijo...

...Gracias por acercarme un poco (o un mucho) de esta tierra añorada.

Aquí las calles huelen a azahar, polvo y, hace unos días, al espeso dulzor del folklore (dulce como el baklava que, cuando excesivo, produce empacho).

Tienes razón, el mar de Estambul es incoherente y contradictorio, pero a la vez bello por su misterio, como toda Turquía...

Çok kendine iyibak, koncama öptüm. Türkye´da sana görücegim... bir gün :)

Andrés Mourenza dijo...

Tabii ki görüsecegiz!! No hay que temer a los que intentan imponer el miedo!! cuidate..

Un besote

PD: Muy buena la comparación con el baklava!! ;)