Andrés Mourenza
Sujumi, Abjasia (Georgia)
Si Jasón, que ya tuvo que sudar sangre para robar el Vellocino de Oro, volviese hoy a la Cólquida, las seguiría pasando canutas. El héroe griego llegó surcando las aguas del mar Negro al norte del Reino de Cólquida, que se corresponde con la costa georgiana y la actual región separatista de Abjasia. Pero, hoy en día, el moderno Jasón debería abrirse paso a través de un territorio surcado por las heridas de la guerra, plagado de controles militares e incidentes inesperados.
El recorrido desde el último control militar georgiano hasta Sujumi, la capital abjasia, es una sucesión de exuberantes bosques naturales y selvas de edificios destrozados, apenas transitado por los todoterrenos de las organizaciones humanitarias, milicianos que aún no se han desmovilizado y míseros refugiados que cruzan la frontera para comprobar si los otros han dejado algo recuperable en sus antiguos hogares. El camino es una sucesión tal de baches provocados por la desidia, los tanques y las bombas que los coches deben salirse del asfalto para sortear los agujeros y las vacas son las verdaderas reinas de la zona.
Nuestro vehículo se ha parado en un lado de la carretera y el taxista hurga en el motor, que a cada prueba hace un ruido menos tranquilizador. Así se ha convertido en objeto de las miradas de los escasos vehículos que pasan, algunos repletos de hombres barbudos, de mirada fiera, aterradora. Decía Ryszard Kapuscinski, el maestro de periodistas polaco, que un indicio de la guerra, especialmente en el Cáucaso, es que los hombres se dejan crecer la barba. Así que puede tratarse de milicianos o de una partida de bandoleros, que abundan en estos bosques. No hay una línea que separe a unos de otros: tantos años de combate, tanta violencia, desesperación y pobreza han borrado los ideales.
Finalmente aparece Sujumi. Los veraneantes georgianos que la frecuentaban antes de la caída de la Unión Soviética la recuerdan como un idílico lugar de recreo y vacaciones. Luego comenzaron los enfrentamientos, la huida, la destrucción.
Ahora es una ciudad extraña, con antiguos edificios que recuerdan a la Costa Azul, como el Hotel San Remo, de 1914, junto a vacíos casinos conquistados por la hiedra y bloques de indudable factura soviética que se alzan sobre otros en ruinas, la mayoría. En el puerto, los restaurantes que penetran en el mar como palafitos de hormigón han sufrido la guerra y los bombardeos navales más que nadie: ahora están vacíos y ennegrecidos, poblados de fantasmas y recuerdos.
Últimamente, Sujumi se ha convertido en una suerte de Benidorm para los turistas rusos que optan por unas vacaciones menos caras que las de la vecina Sochi (Rusia) y buscan tostarse al sol turbio del mar Negro, escondido entre ligeras brumas, en este clima subtropical, caluroso y húmedo, de vegetación feraz y palmeras en primera línea de playa.
Los rusos se benefician del cambio local, en rublos, y de viejos balnearios –exclusivamente para ellos– de los tiempos en que eran utilizados por los altos cargos comunistas de la URSS. En algunos, aún cuelgan los retratos de Lenin.
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