Shalva alza por enésima vez el pequeño vaso en forma de tulipa, uno de esos vasos de aspecto frágil y bordes dorados que los turcos usan para beber el té; en Georgia, en cambio, se hacen servir para los brindis. Junto a los vasos, una botella de Coca-Cola rellena de un líquido transparente. Es chacha, el aguardiente local, por supuesto casero, que, aunque no pase los controles sanitario, siempre es mejor que el que se compra por ahí, dicen los entendidos.
A pesar de los movimientos lentos, pesados, síntoma de la embriaguez, Shalva consigue impostar una voz grave pero llena de ternura y sentimiento, una voz de brindis, y comienza un largo discurso sobre la amistad que bajo ningún concepto debe ser interrumpido. Al ingerir el aguardiente, no solo se echa uno al coleto el alcohol, sino toda una serie de promesas; el brindis en Georgia es todo un juramento que se toma bien a pecho.
Beber en compañía de georgianos es complicado, ceremonioso hasta el detalle. La tradición manda que solo se brinde con vino o licores –por lo que para pasar la comida se sirve otra bebida, por ejemplo una cerveza, que tiene la consideración de un simple refresco– y únicamente se puede beber tras los largos discursos del tamada, el maestro de ceremonias. En los banquetes, el tamada tiene a su cargo un asistente y se declara a uno de los comensales escanciador oficial. Roles, como las tradiciones, intocables.
Cuando el maestro culmina su brindis-discurso (siempre sobre la patria, la familia, la amistad o las mujeres), hay que ingerir el vaso de un solo trago, so pena de ser considerado un hombre sin agallas -beber en Georgia es cosa de hombres- o algo peor: un desagradecido para con la hospitalidad local, una hospitalidad franca, física, a veces incluso asfixiante.
Igual de impensable es que uno de los bebedores se levante de la mesa arguyendo que ha tenido suficiente alcohol para una noche: la ceremonia culmina cuando se acaban las existencias o la cogorza general es tan elevada que pocos se tienen en pie. ¿Y al día siguiente? Bueeeno... La calma de los georgianos, para ciertas cosas, suena a caribeña. «Antes de que llegasen a Georgia las organizaciones y las empresas internacionales, podías ir al trabajo a la hora que quisieras», explica la mujer de Shalva. Por la mañana, el chacha sigue resonando en el cerebro entre los edificios de Tiflis, de arquitectura indescifrable tal es su cúmulo de influencias. En los parques, innumerables desempleados sentados en grupo, anodinos, se hacen acompañar de grandes garrafas de cerveza.
«Yo no he visto país igual: mandan a las mujeres a trabajar en lo que sea y los hombres se quedan en casa bebiendo», cuenta un vendedor turco de kebab. Acostumbrado a la nueva pujanza de su país, Georgia, antigua perla de la URSS, le parece un lugar triste, sin esperanza.
Las borracheras en Georgia tienen un aire melancólico, deprimente. Pero es que la vida tampoco ofrece mayores expectativas. Sueldos de 75 euros mensuales, con suerte; servicios que no funcionan; un país desgarrado por conflictos que duran ya 20 años; políticos nuevos que actúan como los anteriores. ¿Qué queda? Reunirse con los amigos, un chacha, dos chachas, diez. Jurarse amistad eterna.
Foto de Álvaro Deprit
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