02 octubre 2009

Ahtamar, la isla de la reconciliación (El Periódico)

Andrés Mourenza
Van
Desde la orilla se escucha el rumor suave y acompasado de las olas del lago de Van (Turquía), junto al que se levanta la ciudad del mismo nombre, la última gran población antes de llegar a la frontera con Irán. Pululan las abejas, afamadas por su miel, y revolotean las gaviotas a pesar de que estamos a más de 1.700 metros de altura y el mar más cercano se halla a 400 kilómetros.
Cerca de la costa, el agua es de un color turquesa caribeño; hacia el interior se cubre de un azul oscuro y profundo; más allá, sobre las altas montañas que cercan el lago, peladas, agrestes, algunas cubiertas de nieve perpetua, comienza a caer una tormenta gris, empujada por el viento otoñal hacia un bello islote rocoso que sobresale entre las aguas.
Es la isla de Ahtamar, donde según una vieja leyenda armenia habitaba la princesa Tamar, enamorada de un campesino que cada noche cruzaba las aguas del lago para visitarla guiado por una hoguera. Hasta que el padre de la princesa descubrió el amor secreto, apagó la hoguera y el campesino, perdido el rumbo, se ahogó gritando: «¡Ah Tamar!».
Este mágico lugar fue elegido en el siglo X por el rey armenio Gagik I como sede desde donde gobernar su pequeño imperio y, desde entonces, alberga una de las iglesias más bellas que sobreviven en Turquía. Salvada de la demolición en los años 50 por la pluma de un joven kurdo de ideas comunistas y novelista en ciernes, Yasar Kemal, no fue finalmente restaurada hasta el 2007, como un primer paso en la reconciliación entre Turquía y Armenia, dos países largamente enfrentados.
El mismo día en que las balas traidoras de un ultranacionalista acabaron con la vida del periodista turco-armenio Hrant Dink, se publicaba su última columna. En ella denunciaba la restauración de la iglesia de Ahtamar como una «comedia» en la que el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan lo único que pretendía era ganar puntos ante la UE. En efecto, aunque a la inauguración asistieron el patriarca armenio y una delegación del Gobierno de Ereván, a la iglesia nunca se le devolvió su cruz original y no fue consagrada como templo sino como museo, en un polémico acto que algunos intelectuales turcos de ideas liberales tacharon de «genocidio cultural».
Hoy los dos países están a punto de restaurar sus maltrechas relaciones y la isla de Ahtamar es un objeto más de atracción turística. Desde el embarcadero parten constantemente barcas cargadas de visitantes y guiadas por los kurdos locales, más bien despreocupados por el simbolismo de ese peñón que sobresale del lago. Cuando el viento otoñal comienza a encabritar las olas y la barquichuela se bambolea como la cáscara de una nuez, el capitán Recep toma el mando. «No hay nada que temer», afirma con su boca torcida por una parálisis, mientras el anterior piloto, mucho más joven, huye atemorizado. Recep sujeta firmemente el timón, abre la ventanilla y enciende tranquilamente un cigarrillo, enfrentándose a las olas del lago. A su lado, una anciana turista surafricana, con los ojos entornados por las arrugas, lo observa sonriendo, admirada por su hombría oriental, sorprendida por su temeridad.

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