Andrés Mourenza
Dave, ciudadano británico, solía pasear por esta playa en la década de 1960. «¡Qué gratos recuerdos!», afirma en un comentario junto a una foto, repleta de bañistas y coloridas sombrillas, publicada en una web que se dedica a recordar los buenos tiempos de Varosha. Entonces era el barrio turístico de Famagusta, donde crecían por doquier los hoteles para los primeros visitantes cuando Chipre se convirtió en un destino del turismo de masas.
Por desgracia, los soldados turcos tomaron Famagusta durante la invasión de 1974, organizada en respuesta a un golpe de Estado orquestado por Grecia días antes. Los turcos pensaron que el capturado corazón del turismo grecochipriota sería una buena carta para negociar.
Los años pasaron sin que las partes hayan conseguido un acuerdo para acabar con la división de Chipre y Varosha se convirtió poco a poco en una ciudad fantasma. Vallas oxidadas con carteles que prohíben el paso en varios idiomas rodean el antiguo distrito turístico. Solo está permitido fisgar a través de los huecos y, aun así, la imagen que aparece ante los ojos es la de un cataclismo nuclear: la vegetación ha tomado las calles, los letreros se balancean herrumbrosos y trozos de cemento cuelgan desde los edificios que una vez albergaron a cientos de turistas.
Sus únicos habitantes son pequeños roedores, soldados turcos y algunas familias de oficiales del Ejército de ocupación. Para los reclutas llegados de Turquía, a quienes siempre pueden enviar al peligroso sureste a luchar contra el grupo armado kurdo PKK, hacer el servicio militar en Chipre es como unas pequeñas vacaciones.
Los refugiados grecochipriotas que huyeron de Famagusta han rehecho sus vidas en el sur de Chipre, pero los más mayores son incapaces de olvidar los hogares que dejaron atrás. «Mis hijos me preguntan por qué me empeño en volver una y otra vez a Famagusta. Los jóvenes de ahora no lo entienden, pero esa es mi verdadera casa. Mis padres, por ejemplo, no aceptarán nunca que les entierren en otro lugar que no sea Famagusta», relata Eleonora, una funcionaria de Nicosia.
George, que regenta una fonda en la cercana base militar británica de Dekelia, también procede de Famagusta. Hasta 1974 tocaba el buzuki en una banda de música en la que era el único grecochipriota, el resto eran turcochipriotas. «Antes del problema –como llama él a la guerra de 1974– tocábamos en los pueblos y luego nos íbamos todos a dormir a casa de mi amigo Mehmet. Por la mañana me despertaba su madre con un beso en la mejilla». En su antigua casa de Famagusta viven ahora los colonos enviados por Turquía tras la invasión. «Gitanos de Anatolia que tienen 13 hijos, bárbaros», dice con una mueca de asco.
La población local y los escasos turistas que se acercan a Famagusta –que ha pasado de ser una ciudad de diversión a una aburrida localidad provinciana– se bañan, a pesar de todo, en Palm Beach. A sus espaldas los edificios andrajosos esperan a sus antiguos dueños. «No tengo problema con los turcochipriotas, son buena gente –dice George–. El problema no es la gente, sino los políticos».
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