Iskender kebab, kebab de Urfa, kebab de Adana... los platos del menú de aquel restaurante de la calle de Themistokleus, en el centro de Atenas, son exactamente los mismos que se pueden encontrar en cualquier lugar de Turquía. Sí, es cierto que la gastronomía griega y la turca son similares, pero, en este caso, todo, hasta los nombres, coincide. Se trata de la politiki kuzina o cocina de la Ciudad, es decir, Constantinopla, como aún se sigue llamando en griego la moderna Estambul; una cultura culinaria que, con todos sus sabores, sus especias y su añoranza, transportaron a Grecia junto a sus bártulos de refugiados los cientos de miles de griegos expulsados de Turquía.
En 1923, al finalizar la guerra entre Turquía y Grecia (1919-1922), los gobiernos de Ankara y Atenas se reunieron para firmar la paz en Lausana. Fridtjof Nansen, un diplomático y explorador noruego y sus esfuerzos en la liberación de los últimos prisioneros de la primera guerra mundial que le valieron el Premio Nobel de la Paz, propuso solventar las disputas entre Grecia y Turquía intercambiando las minorías religiosas de ambos países. El plan suponía una limpieza étnica en toda regla, pero ni las grandes potencias ni los gobiernos implicados se opusieron. Sin tener en cuenta su voluntad, 500.000 musulmanes de Grecia, muchos de ellos turcos, fueron enviados a la nueva República de Turquía y un millón y medio de cristianos ortodoxos que vivían en Turquía, en su mayoría griegos, fueron expulsados a Grecia.
"Si habías perdido tu propiedad en Anatolia, el Gobierno griego te daba algo, si no tenías nada, como mis padres, el Gobierno no te ayudaba. El sufrimiento fue terrible", explicaba a la prensa Costas Markopulos, un descendiente del intercambio. Hijos de siglos de cultura Anatolia, con sus especias orientales que no cuadraban en la moderna Grecia bajo influencia británica y pobres de necesidad, los griegos expulsados de Turquía apenas encontraron lugar en un país destrozado por la guerra y los enfrentamientos políticos y hubieron de instalarse en barrios de chabolas o en lugares como el puerto del Pireo entre golfos, prostitutas y fumaderos de hachís, otra costumbre traída de tierras otomanas, donde esta droga no era mal vista.
Y allá, como el blues estadounidense o el tango argentino, floreció una de las músicas tradicionales más bellas de Grecia: el rebetiko, de ritmo electrizante y agridulce, de métrica otomana, suspiros turcos y letras griegas de bajos fondos. "Y por mi ansiedad, fumo cocaína ¡Ay, maldita seas, cocaína! ¡Me estás matando!", dice una de sus piezas más conocidas. Como los personajes de la película grecoturca Un toque de canela (2003), los griegos expulsados de Turquía han permanecido durante décadas en medio de sentimientos encontrados: las riñas políticas entre ambos países y la nostalgia de su antiguo hogar.
Una anciana señora griega guarda la oficina de la prensa extranjera de Atenas. En su cuello, en lugar de la cruz que suelen portar los griegos, luce un tugra de plata, la insignia del sultán otomano. "Hösgeldiniz", da la bienvenida en turco. Cuando habla esa lengua, en sus ojos brilla una extraña añoranza.
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