Aquí comenzó todo. Aquí, en las faldas del Uludag (la Gran Montaña, de 2.543 metros), establecieron su primera gran capital los sultanes del Imperio otomano. Orhan, hijo de Osman, conquistó Bursa a los bizantinos en 1326, convirtiéndola durante 40 años en la principal ciudad de lo que entonces era solo un señorío feudal en la orilla sur del mar de Mármara, pero pronto se transformaría en un gran reino con la conquista de los Balcanes y Grecia.
Hoy, Bursa es una inmensa urbe de más de 3 millones de habitantes en su área metropolitana con pocos restos de aquella época, pero aún conserva el orgullo de una capital otomana. Se nota en las conversaciones con la población y, sobre todo, en su altivo equipo de fútbol, el Bursaspor, cuya afición es capaz de no detener sus cánticos ni un solo minuto durante los partidos, coreando lo mismo himnos balompédicos que eslóganes nacionalistas.
La herencia otomana siempre ha sido un sujeto de polémica. La fundación de la República –moderna, secular y centralista– en 1923 suponía enterrar en el pasado todo lo que había significado el Imperio: monarquía, religión y pluralismo étnico. Durante las primeras décadas de la nueva era, liderada por Mustafa Kemal Atatürk, la historia otomana fue menospreciada como algo antiguo y reaccionario, mientras se ensalzaban las legendarias historias de los primitivos turcos de Asia Central, en busca de un nacionalismo laico que hiciese de cemento social para la Turquía republicana. Ahora se vive el proceso inverso: el Gobierno conservador de Recep Tayyip Erdogan y sus círculos intelectuales ensalzan la libertad religiosa del Imperio y critican los primeros años de la República y su herencia jacobina.
Sin embargo, para la mayoría de los turcos de a pie no hay ninguna contradicción en venerar tanto la imagen del republicano Atatürk como las glorias de los sultanes. Bursa es un buen ejemplo, pues muestra su orgulloso pasado imperial a la vez que es una moderna ciudad fabril que concentra la industria automovilística de Turquía.
Pero si algo hace famoso a Bursa, es su Iskender kebap (kebab Alejandro), un plato a base de fina carne adobada salteada con pan y salsa de tomate acompañado de yogur y mantequilla derretida, que fue inventado en el siglo XIX por el restaurador Iskender Efendi y perpetuado por sus descendientes. En cualquier restaurante de Bursa se puede encontrar este festival de calorías, pero es preferible degustarlo en las pequeñas fondas del barrio antiguo.
Elijo un restaurante cuyo letrero afirma remontarse a 1867, una casa de comidas de las de antes, de pomos y marcos dorados, cortinas de ganchillo, mobiliario de aglomerado y jarra de agua sobre la mesa. Como es tan diminuto, los nuevos comensales deben sentarse a la mesa con los que aún no han terminado, creando efímeras amistades de apetito. Al acabar, pregunto al cajero si el local es realmente propiedad de los herederos de Iskender Efendi –ya que son demasiados los restauradores que afirman serlo– y el hombre, con un «por supuesto» taxativo, me mira como si la duda ofendiese su orgullo de siglos.
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