Skanderbeg espera impertérrito la llegada de la crisis, sobre su caballo de bronce y su pedestal de piedra. La estatua del héroe nacional albanés, que venció a los conquistadores otomanos en 24 batallas durante el siglo XV, aguarda en medio de los cascotes de las interminables obras que se han emprendido en la principal plaza de Tirana. Anteriormente uno de los pocos lugares objetivamente bonitos de la capital de Albania, nadie sabe a ciencia cierta cuál es el plan de remodelación de la Plaza Skanderbeg, del mismo modo que nadie puede estar seguro de quién ganó realmente las elecciones locales del pasado mayo, en las que el primer recuento dio la victoria al alcalde socialista por 10 votos, y el segundo, al oponente conservador por 95 papeletas.
Albania es un país curioso, se podría decir que incluso surrealista. Pasó de ser el régimen más estalinista de Europa al neoliberalismo rampante. No hay generación que, en estas circunstancias, sea capaz de no volverse loca y, aún así, en los comercios de recuerdos se pueden comprar tazas con los rostros del antiguo presidente comunista Enver Hoxha, que sembró el país de búnkeres y lo aisló del resto del mundo, o bien de Sali Berisha, el político conservador que promovió las estafas piramidales que arrojaron el país a la ruina y el caos en 1997 y que, a pesar de todo, desde 2005 ha vuelto a gobernar.
La corrupción es un cáncer en Albania del que se aprovechan los políticos de uno y otro color. Cada vez que cambia el Gobierno, cambian también desde el ministro al portero de todas las instituciones gubernamentales, como ocurría en la época de la Restauración Española.
Berisha, por ejemplo, ha utilizado su posición para colocar a su gente de los clanes conservadores del norte, especialmente de Tropojë, de donde procede, y a quienes los albaneses del sur, más progresistas, tildan de «chechenos».
Aun así, ayudado por el crecimiento entre el 2005 y el 2008 y la ayuda estadounidense, Berisha está decidido a lavar la cara de Albania, uno de los países más pobres de Europa y el único donde se erigen estatuas a George Bush. Se han mejorado las carreteras y en Tirana se han pintado de colores las fachadas de los grises edificios heredados del periodo comunista, aunque no se han molestado en arreglar sus grietas. Pero el dinero parece haberse terminado.
La prensa albanesa se pregunta si la crisis griega no se convertirá en la metástasis de los Balcanes: Albania vive de las remesas de su más de 600.000 emigrantes en Grecia y su algo menos de medio millón en Italia. Sin ese dinero, el país podría hundirse. Si cae Albania, la supervivencia de Kosovo, cuya arteria principal está indisolublemente ligada a Tirana, será aún más improbable. La precaria estabilidad política en los económicamente frágiles estados de los Balcanes Occidentales –donde además están presentes numerosos bancos griegos– podría saltar por los aires.
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