Muchos turistas quedan decepcionados al visitar Atenas. La capital de Grecia es una urbe descomunal para el tamaño del país –la zona metropolitana alberga a 4 de los 11 millones de griegos–, sucia y caótica en muchos aspectos.
El Ministerio de Turismo promociona Grecia con el lema 5.000 años de Historia, aunque en el caso de Atenas bien se podría replicar: «¡Y 2.000 de vacaciones!». Entre los monumentales restos arqueológicos de la Grecia clásica y romana y los edificios neoclásicos construidos al ser proclamada Atenas capital de la Grecia independiente en 1834, apenas quedan un par de mojones de la historia. Las pequeñas iglesias bizantinas conservadas parecen más bien obstáculos que han quedado atrapados en medio de modernas avenidas peatonales o incluso bajo los soportales de un edificio de viviendas, como árboles centenarios a los que se les ha perdonado la vida. No es de extrañar, pues durante la edad media y el periodo otomano el centro de la cultura helena se trasladara a Salónica y sobre todo a Constantinopla, hoy Estambul.
El mar, capaz de amainar la psique en las ciudades más ruidosas, queda lejos del centro, obstruido por innumerables urbanizaciones y barrios residenciales. Para acariciar las aguas del Egeo hay que trasladarse hasta el Pireo o Paleo Fáliro, que, aunque no están físicamente separadas de Atenas, son poblaciones distintas, como l’Hospitalet de Llobregat y Barcelona. Otro hecho paradójico para quien visita la ciudad por primera vez, teniendo en cuenta el papel que ha tenido siempre el mar en la historia helena.
Para enamorarse de Atenas hay, pues, que transitarla mucho. Acostumbrarse a sus mercados de aves y fruta en plena calle, al furor de las motocicletas, a su mezcla de edificios de los años 70 y palmeras, que permite imaginar la época en que esta ciudad era un seguro punto de paso entre Europa y los campos de entrenamiento de Oriente Próximo para las organizaciones armadas, desde los grupos palestinos a la RAF alemana, las Brigadas Rojas italianas y el PKK kurdo.
Un acto de reconciliación puede ser observar un atardecer desde el Aréopago, donde según la mitología fue juzgado Orestes por el asesinato de su madre, Clitemnestra, y el amante de esta, Egisto. Aquí los jóvenes se reúnen, armados con latas de cerveza, para ligar y ver cómo el añil se apodera del cielo vespertino sobre una miríada de terrados blancos que ocupan todo el espacio que abarca la vista.
Llenas a todas horas, las terrazas de los cafés, esas modernas ágoras, son el otro pilar del alma ateniense. «Los turistas alemanes ven esto y luego no quieren darnos ayudas para salir de la crisis», bromea el periodista Pandelis Gonos. Sin embargo, el tópico de los griegos vagos es solo una ilusión. Según Eurostat, los griegos trabajan 42 horas por semana, más que nadie en la UE y también que los alemanes (40,8).
«Pase lo que pase, esto no nos lo podrán quitar». La frase de Gonos evoca el grito de guerra de un William Wallace heleno: «Podrán quitarnos los sueldos y las pensiones... lo que jamás podrán arrebatarnos es el modo de vida mediterráneo».
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