Aeródromo Demócritos, 6 de mayo
Campos sembrados de trigo aún verde. Modestos encinares sobre la loma de las colinas. Pequeñas granjas.
La carretera es buena, hay pocos automóviles y menos camiones (en las fábricas que pasan por mi ventanilla tampoco se percibe mucho movimiento). El Skoda de Costas Teofanidis deja atrás los kilómetros zumbando. Intentamos comunicarnos por gestos, con cuatro palabras en inglés, otras cuatro en griego y Deportivo La Coruña.
Busca una emisora para mí y encuentra una con canciones dance en inglés, pero después de tres semanas en el Cáucaso escuchando pop ruso hasta la saciedad estoy hasta los cojones de música elecrónica, así que le pido que sintonice música griega. Suenan los instrumentos tradicionales. “Grecia... -comienza Costas Teofanidis haciendo pitos con las manos-, buzuki, fiesta y la economía al carajo”.
Llegamos al aeródromo Demócritos, a las afueras de Alexandrópolis, sobre las 17.00, tras un par de horas de viaje. En el mostrador de Aegean Airlines me explican que, al menos en su compañía, hoy no hay huelga. Podré volar. Lo primero que hago para celebrarlo es pedirme un café frappé, la bebida nacional de Grecia. Lo toman los estudiantes, los llevan los taxistas en el reposavasos y, los manifestantes, lo sujetan con una mano mientras con la otra lanzan piedras a la policía.
Entre los pasajeros que esperan a embarcarse hay una anciana cubierta de negro de la cabeza a los pies, aunque su nívea cara queda al descubierto. Es un vestido cortado a la antigua usanza que sólo había visto en los retratos de Zübeyde Hanim, la madre de Atatürk. En medio de los jóvenes griegos, con camisetas coloridas que imitan la moda italiana, la mirada de años de la anciana parece un rescoldo a punto de apagarse. Es turca.
Una vaharada de olor marino golpea mi cara al salir a la pista de aterrizaje. Llegaré a Atenas.
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