Edirne, 6 de mayo
“Tracia Occidenta: 4 kilómetros”, indica un cartel. Es un eufemismo.
Nos encontramos en la Tracia Oriental, en territorio de Turquía; por tanto, el cartel señala a Grecia, pero, debido a alguna paranoia nacionalista, la autoridad competente ha decidido cambiar el todo por la parte y aludir al país vecino con el nombre de la primera región que se encuentra al cruzar la frontera. Como si todavía fuera parte del Imperio.
Antes de dejar Turquía, otro cartel avisa: “Turquía. Una sola lengua. Una sola bandera. Una sola patria. Una sola nación. Un solo Estado”. Tal sucesión de unos nacionalistas me exaspera.
Afortunadamente, el taxista que me conduce desde la estación de autobuses de Edirne al paso fronterizo, Hakki, es un hombre tranquilo. Viven en una casa de dos plantas junto al río Evros (Meriç, en turco; Maritsa, en búlgaro) que separa Turquía de Grecia. Cuando pasamos por delante, muestra el huerto que la rodea y un bosquecillo de plátanos centenarios. Los alrededores de la capital más occidental -geográficamente- de Turquía están surcados de riachuelos protegidos por choperas, praderas y campos de cereal y se prestan a las barbacoas y a los picnic, a un vaso de raki junto a los amigos. Son gente simpática y tranquila, éstos de Edirne.
Al contrario que Ergün, Hakki cruza la frontera a menudo, comercia con los griegos y se entiende bien con ellos. “¡Grecia está revuelta! ¿Has visto cómo se rebelan? Hacen bien. Si los políticos se tragan el dinero de todos, hay que levantarse. Aquí nos están haciendo lo mismo y nadie responde”.
Un arco cuadrangular de color rojo, guardad por un soldado, es la puerta de salida de Turquía. Enfrente me espera una puerta igual, también guardada por militares, pero pintada de color azul. Cruzo caminando la distancia que separa ambos países. He llegado a Grecia.
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