- Murallas de Diyarbakir.
ANDRÉS Mourenza
Diyarbakir, la mayor ciudad de la región de Anatolia suroriental, la gran ciudad de los kurdos de Turquía, es famosa por varias razones, la mayoría negativas: terrorismo, paro, pobreza. Y conservadurismo, separatismo, crímenes de honor. Algunas son verdades, otras infundios. Sin embargo, el título que más honor le hace es el de capital de la sandía.
Cada verano llegan a las principales ciudades de Turquía camiones con inmensas bolas de cañón, de color verde y vetas amarillas, que los fruteros descargan con el cuidado de un artillero consciente de su fragilidad. Su roja pulpa se deshace en la boca y el zumo escarlata se escurre por la comisura de los labios.
"En Diyarbakir tenemos las mejores sandías del mundo... y las más grandes", dice el empresario kurdo Ahmet Eyyubi. "Lo sé. Así de grandes", respondo abrazando un invisible balón de fútbol. "No, no, no... Asííííí de grandes", me corrige Ahmet, extendiendo sus orondos brazos para abarcar una cabeza de proporciones ciclópeas.
Según los lugareños, en el Festival de la Sandía de septiembre se presentan ejemplares de hasta 40 kilos. Con una producción anual que supera los cinco millones de sandías, Turquía es el segundo mayor productor del mundo, y la mayoría de estas sabrosas cucurbitáceas son cultivadas en el sureste del país, en la Alta Mesopotamia regada por los históricos ríos Tigris y Eúfrates, madre y padre de la civilización humana, de prósperos imperios.
A los pies de Diyarbakir corre el verde Tigris, con caudal escaso si se compara con sus buenos y antiguos años, cuando era un cauce navegable. Pero aún insemina vida y verdor a la vega, cuajada de huertos frutales y jardines donde refugiarse de la calorina y sentirse en el propio jardín del edén, que la mitología bíblica sitúa por estos pagos.
Las autoridades de Diyarbakir pretenden recuperar el turismo para una ciudad harta de que la relacionen con el terrorismo y el conflicto kurdo. De acuerdo con la Oficina de Turismo de Diyarbakir, en el 2007 se alcanzó la cifra del millón de turistas. Y aún así, cuando le dices a cualquier estambulí que quieres visitar el sureste, abren los ojos como platos y te preguntan: "¿Y qué vas a hacer allí?".
Diyarbakir sigue siendo una ciudad pobre, con una tasa de desempleo que quizá afecte a la mitad de la población, pero no se percibe la tristeza de otras zonas deprimidas de Turquía, donde el mero acto de vivir se convierte en una tarea inhumana. Las calles son animadas, las mujeres se agolpan en las rebajas, se oye turco, algo de árabe, arameo y, por supuesto, kurdo. Hace diez años, hablar esta lengua era algo sospechoso. Hoy es normal.
Las negras murallas de basalto, una impresionante construcción de cinco kilómetros y medio, circundan la ciudad vieja. Se divisa el río y el vergel allá abajo. Encaramado en las almenas, Ahmet exclama: "¿No es nuestro patrimonio más bello que el de otros lugares? El problema es que la prensa siempre relaciona Diyarbakir con terrorismo, y eso que hace años que no ocurre nada. ¡Tenéis que escribir! ¡Escribid sobre la belleza de Diyarbakir!".
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