La primera vez que lo percibí fue hace un par de años, cuando comenzaba a azotar la crisis, y solo al cabo de unos meses, como si los restauradores hubiesen adivinado el futuro, los locales del animado distrito de Beyoglu comenzaron a llenarse de anuncios que incitaban a los clientes a detenerse regalando una lectura de posos por cada taza de café.
La gente, debieron pensar los dueños de las cafeterías, estaría ansiosa por conocer qué iba a ser de ellos ante la situación financiera global.
Adivinar el destino a través de los posos del café es una antiquísima tradición entre los turcos y otros pueblos del sureste de Europa y de Oriente Próximo. Al terminar el fuerte café turco (que en Grecia se llama griego, chipriota en Chipre y armenio en Armenia) se gira la taza y se deja reposar hasta que los posos se enfrían dibujando formas caprichosas. Entonces, la persona apropiada lee en ellas el destino del bebedor creyente.
El fundador de la República, Mustafá Kemal Atatürk (1881-1938), pretendió a lo largo de su vida acabar con todo tipo de supersticiones y crear un islam ilustrado y racional, algo que chocaba con la esencia misma del hecho religioso, que no es sino una respuesta mágica y organizada al miedo vital del ser humano a la muerte y la finitud.
Antes de que eso ocurriera –nos cuenta el literato español Vicente Blasco Ibáñez sobre su viaje a Estambul en 1907–, existían en el Imperio otomano todo tipo de magos y derviches que curaban con el aliento e incluso el aullido. El mismo escritor acudió al ceremonial de un convento donde un hombre considerado santo curaba a los crédulos caminando sobre ellos.
Pero, a pesar de los mensajes aprendidos en la escuela republicana y laica y a pesar también de las autoridades religiosas musulmanas (que consideran este tipo de asuntos contrario a la ortodoxia del monoteísmo), las supersticiones de los turcos perviven, pues muchas tienen origen en su pasado chamanista y en las lejanas estepas de Asia Central, de donde partieron hace más de 10 siglos.
A (llamémosla así para proteger su anonimato) fue adivina durante un tiempo. Sus predicciones se hicieron tan famosas que empresarios y políticos de todo el país la requerían para que interpretase sus sueños y los posos de sus respectivos cafés. Finalmente, asustada por sus aciertos, dejó el negocio para refugiarse en la fe canónica.
Todo lo contrario que Manuel, a quien visito para probar fortuna. Es un armenio estambulí de aspecto ambiguo y de cuyo cuello penden collares, amuletos y rosarios. Falla en todo lo que se refiere a mi estado familiar y mi trabajo. Solo acierta en que viajaré «a una país de montañas». Quizá porque se trata de Armenia, la tierra de sus ancestros.
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